Hay rastros de cenizas a
la puerta de casa. Una puerta sin nombre y sin pomo, inviolable e
insípida.
De los rastros celebramos
migas de pan. Migas que golondrinas de plomo emigran en sus picos
extrovertidos. No queda sino cansancio de levantarse a diario. Y
bravura de oleajes internos.
¿Ahora qué sugiere la
brisa, qué canta la mañana, qué simulan las ciudades en su tronco
de ramajes escondidos? ¿Qué queda sino el desaliento de las
entremiradas, el sudor frío y los vaivenes del azúcar en la sangre?
¿Qué inventa el pico de oro, qué la simiente de los clásicos o
qué la metafísica de la palabra?
No queda sino rima,
enérgica y artificiosa rima. Muerte en vida: rima. Arte en los ojos:
rima. Suerte de desencanto: rima. Traqueteo inquieto: rima. Doliente
y pasiva rima. Rima que llorar a cada verso intentado.
No queda sino polvo sobre
polvo, rostros idiotizados, extraños insultos y un desvelo en lo
despertado de bruces.
¿Y ahora dónde
escucharemos arcos? ¿dónde despertaremos a la pedrera? ¿dónde
rascaremos con las palas de plástico? ¿dónde imaginaremos un mundo
mejor?
A la puerta de casa llama
un quejido, un quejido de luces temblorosas que salen a verte si las
acaricias. Y, si lo quieres, contestarán los ángulos con ecos de
personalidades que se adentraron miles de veces. Que jugaron a ser
hombres. Que hicieron como gatos asustadizos y que cerraron sus ojos
esperando un roce amigable: juego de preludio.
A la puerta de casa
llama... el futuro.
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