viernes, 28 de noviembre de 2008

Despedida



“No abandones aún estas costas, hermosa mujer, pues aún queda vida en esta tierra que labrar con tus arrugadas manos de escultora”
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Se antoja el pescado de cena, y Gustavo Adolfo me mira a los ojos con aire soberbio, comprendiendo lo que con la mirada destilo. El aire corre azulado fuera, aunque rojizo en su regazo, y muestra esquinas peladas y sombríos páramos donde antes hubo recuerdos.


Muestra la ventana misivas locas de angustia por el fracaso y rememora el amor su desconsuelo por lo ahondado y hecho costra. No es cicatriz doliente, sino mano que acaricia sin fe. Se comprenden ahora las lágrimas internas, y la duda vuelve al ánimo.


Se ha alimentado de aire contaminado y ha recordado el cobrizo eterno, el brillo que algún día mostró su envoltura de fuego; y ha desenterrado la costumbre de amar en soledad, despedazándose a cada metro, a cada centímetro, dejándose vencer por una ruina lo que debiera haber sido y no fue.
No pueden los oídos escuchar el meloso canto, es más fuerte la ventilación del artificio. Siega éste cualquier rastro de verde hierba; debe ser necesaria su existencia, pues si no, nos abandonaríamos al frío de la escapada sentida.


Está esquivo pero presto el sabor del chocolate, pero mordemos desconfiados de recibir su abrazo vicioso, y encaminar los pasos raudos al encuentro de la vida perdida. No desea el sentir caer en ella, pero contamos nostálgicos los días que pasaron desde entonces.


La tarde se vuelve de oro y se baña en la abundancia. Parece brillar hasta la sangre bajo la piel. Fuimos tocados en el hombro con ánimo de pésame una tarde exacta sin consuelo, correcta en sus márgenes, pero llena de odio y extrañezas.


Todo lo que éramos murió con ella aquel día. Todo lo que quedaba de niñez, de arte y sollozos apasionados. Todo lo que cimentaba el desvelo por el sueño , el ruego por un abrazo lleno de familiaridad y calor en una mirada que ya es imposible de apresar en el corazón.


Todo murió aquel día. Nos volvimos de bronce y entramos en herrumbre. Encontramos amistad entre las piedras, aunque vestida de excesivas confianzas y vaga de empeño en lo intocable. Nos volvimos de yeso aquel día, fácilmente resquebrajable y ensuciable hasta con mirarlo, harto mirarlo, aún de soslayo.
Se murió lo que quedaba de ángel, lo que guarda el cuerpo con posesividad encubierta, lo no otorgado ni en la cama, lo propio vencido por el tiempo, lo desgastado por el roce humano, lo que nos hacía desmesuradamente humanos hasta el sosiego optimista.


Se pregunta en el desvelo otoñal si los enfermos quisieran caer presa del sueño eterno. Desea que siempre sea otoño, que siempre sea la dominante que presunta el cadencial final, y así reservarse el hecho de su conocimiento para aupar con reserva la risa y perderse entre los bosques y las montañas de hojas, queriendo encontrar entre ellas un resquicio de azul que apresar entre los brazos y decir con viveza que es propio.
Fueron largos los días de invierno, y llenos de un dolor nauseabundo, australizado en el ansia y la desgana, y deseamos que siempre fuera otoño, siempre otoño, lleno de ilusión, de entereza y ritmo, de pausa y llano, cautivante otoño.



Si hubiéramos sabido que te llevaría el viento no le abríamos gritado por tu alma, no habríamos hecho la justicia de desescribir el verso que te enraizaba a la vida, no te hubiéramos buscado entre las sombras para encandilarnos con el último calor de tu mano, aún queriendo quitarnos con ella la máscara que no reconocías. Hubiera dado las mías con tal de que vieras lo que ansiabas bajo mi perfil de creído caballero. Abriste con ello una brecha que no dejará ya de sangrar con desmesura.




Querría ensimismar mi mirada contra el polvo entre la lámpara y la almohada, si con ello adivinara dónde fueron tus ojos en el fragor de la lucha, dónde se perdieron para no ser nunca más encontrados. No podemos mirar las fotos, ni los vídeos, porque muere un poco más la persona que conociste y que siempre quisiste que fuera. No creo ya que exista remedio ni trazo que añada un nuevo matiz a este descarnado hueso. Se entorna la desnudez y no importa el frío que se asoma por las esquinas de la calle. No siente ya nada el niño que fuimos, ni al menos el refugio que fue tu confianza.



Cerramos los oídos cuando nos quieren hablar mal de ti, porque no existe sino la fe en que fuiste todo bondad y trasiego, verdad y yugo desdichado. Solo querías ver felicidad en otros ojos, nacidos de tu empeño y orgullo. Cerramos los ojos para no reconocerte entre los dedos, entre la piel teñida de palidez por la destemplanza. No quiere el desconsuelo que sea animado por el recuerdo de días mejores. No los merece, sin duda. Pero anhela dejar recuerdo en otras vidas reflejándose en que fue ápice tuyo, un pequeño porcentaje que algún día dejará de ser niño para ser el hombre que viste en su cara.
Pero siempre nieto tuyo.



Un beso sincero…


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