lunes, 17 de agosto de 2020

76



Hoy vuelve a cerrarse un ciclo en mi experiencia vital. 


Quizás era algo que, como sucede con viejas amistades perdidas de vista, trabajos abrasivos que van marchitándote poco a poco o aficiones a las que uno ya no puede entregarse con la misma intensidad (física o mental) que antes, se veía venir de lejos con paso lento, como un anciano cuya silueta se divisa en el horizonte y al cabo de unos buenos minutos lo tienes pasando por la puerta de tu casa. 


Hoy me despido de la vieja casa que mis padres compraron hace más de 30 años en una urbanización de chalets a las afueras (muy afueras) de un pueblo cuasi famoso por salir en una de esas obras consideradas "clásicos" de la literatura.


Y es, por fin, una despedida sin remedio ni paños fríos y a pesar de una intensa lucha interna (y ajena también) en los últimos 15 años, incluyendo una última tentativa por revitalizarla hace menos de una semana. Porque estas cosas son como las malas relaciones, las sosas, no las intempestivas, en las que nada va para adelante ni para atrás y uno dice varias veces que lo quiere dejar, conversa con el espejo y con la almohada y con el monte, la brisa y lo que sea menester y, al final, le dejan a uno y quizás por el mismo motivo recíproco, ante la sorpresa y la desazón que acompañan y con el sentimiento extraño y aún más sorpresivo de no saber si querías dejarlo verdaderamente o no. 


Hoy cierro por última vez la puerta destartalada de la verja usando la enésima llave nueva en la prístina (y siempre estropeada) cerradura. 


Hoy alzó por última vez la mirada hacia las oscuras ventanas comprobando a la par si las persianas están a la altura adecuada (ni muy arriba ni muy abajo para que parezca que alguien frecuenta la casa) y si aún estoy a tiempo de encontrar a los fantasmas que con tristeza y esperanza esperaba hallar tras unas cortinas roídas por el tiempo y el abandono tras haber pertenecido a varias casas antes de acabar en ésta como (quién sabe) última morada. 


Esos fantasmas... viejos guerreros perdidos en las tinieblas de una casa desvencijada, familiares que nos entregaron todo mientras que la salud se lo permitió, ideales fehacientes que hicieron surco en nuestras vidas para sembrar cosas que crecieran sanas en nuestro interior. Nosotros fuimos el árbol que reza el dicho que hay que plantar para terminar "siendo un hombre" antes de que la muerte venga a visitarte. 


Ellos y ellas, que nos atemorizaron en cada sonido indescifrable de los tres pisos construidos, en cada llegada y partida de esta casa, en cada noche que nos acuciaron las pesadillas... hoy tampoco se presentan a las llamadas de atención, a la marcha inminente, y queda la duda una vez más en el alma de si no fueron miedos irracionales, gritos de un ánimo perdido o una motivación dislocada. Como Jasón temiendo a la hidra sin verla o como yo mismo gritando a los dioses celtas en la cima del monte Pindo, me hallo ante un mundo irresponsorial que no viene a visitarme cuando lo necesito entre lágrimas. Y queda una certeza aún más evidente cada día: todo dios que se precie se encuentra en uno mismo y no fuera.


Hoy echo el último vistazo a las plantas del jardín que rellenan cada esquina de la parcela, aquellas que con sumo detalle fueron llenando mi madre y mi abuela buscando su propio Versalles y que desde hace unos cuantos años se desaforan en un espacio mal regado, asfixiándose en una maceta destartalada y resquebrajada por la falta de tierra y el exceso de crecimiento. 


Hoy miro con ojos tristes las arizónicas mal cortadas y vencidas por las arañas, los troncos secos de los frutales que mi padre y mi tío trabajaron con delicadeza en sus años de entusiasmo en este lugar, los restos de mil y una flores arrasadas por el sol de agosto y la falta de ganas familiares o la falta de profesionalidad en una España de corte medieval y embustero. 


Hoy reviso por última vez cada pequeña grieta en los muros, cada nueva infección húmeda en los sótanos, cada nuevo embate de las raices de los pinos en el terrazo de los suelos, como gritando con alegría por una libertad cada días más cerca, cada objeto quirúrgicamente adquirido y olvidado en cualquier rincón, cada fotografía de colores apagados que algún día tuvimos la necesidad de tener junto a la cama, cada metal oxidado, cada recambio ingente para cualquier cosa, cada toldo o parapeto que se muestra cada vez más deshilachado, cada mueble que se ofrece en reverencia obligada, cada remembranza de tiempos mejores…


Hoy recibo los últimos brillos estropeados de una antigualla que otrora fue un tesoro.


Dicen que los que somos de Madrid no tenemos pueblo y no sabemos qué significa eso con claridad. Por eso, en los años 80 (y también porque no había muchas otras posibilidades económicas) muchos de nosotros (o de ellos, nuestros padres, tíos e incluso abuelos), los denominados "gatos", aquellos cuyo nacimiento en Madrid se remonta al menos a tres generaciones, se hicieron (a préstamo, cómo no) con una pequeña propiedad a las afueras de Madrid; incluso, para evitarse un exceso de impuestos, en las provincias castellanas colindantes. El negocio era comprar un trozo de terreno recién recalificado o hacerse con una vieja casa olvidada y llenarlos de vida nueva. Y así es como llegamos aquí y fuimos trabajando la tierra, la casa y las almas para convertirlas todas ellas en un hogar alternativo que visitar con asiduidad semanal en invierno y donde pasar las vacaciones completas en verano. 


Para el recuerdo quedarán miles de mañanas (y tardes también) de trabajoso empeño en la limpieza de los hierbajos y la brama que crecía sin freno en cada pedazo de tierra; los picotazos de los alacranes al levantar cada guijarro o los siseos de las culebras por entre los humedales sembrados por la vaguada; las interminables luchas contra plagas de orugas procesionarias, legiones de arañas y hormigas gigantes; los raspones al construir los bancales y las manchas de cemento que no se quitan con nada; el olor en las manos a la madera roma de las herramientas humedecidas por el sudor de manos y frentes (aprendí verdaderamente qué era un rastro, un azadón, una piqueta o una espátula cementera); las heridas de cada caída con la bicicleta (sobre tierra, asfalto, césped o raíces de árboles) y que aún se alojan en forma de cicatriz en la piel; las noches de desvelo producido por el calor bochornoso en el estío de la serranía toledana y unas camas con varias décadas de servicio, todas ellas dulcificadas en ocasiones por el frescor del suelo del salón, el cielo abierto o las risas familiares juguetonas y amorosas, cuando ya no se podía soportar más; las tardes de juego al parchís, al chinchón, al Trivial, al Risk o a la escoba hasta quedarnos sin luz; algunos gritos dolorosos y muchísimas más risotadas desgarbadas; millones de anécdotas con amigos o familiares momentáneos o de los que se quedan en tu vida para siempre; cientos de confesiones en el lecho que arropan decisiones, frenan ansiedades o crean directamente filosofías de vida; muchos más debates interminables en el comedor o en la pequeña terraza trasera mientras degustábamos un pollo asado, un trozo de queso manchego o un ardiente trago de ron añejo; noches estrelladas sin nombre que se pierden en la memoria; ira contenida o liberada en épocas sombrías del ánimo vencido; caminatas sin reloj adentradas en los bosques o por lugares repetidos sin cansancio; billones de respiraciones ancladas en el consuelo de un aire perfumado por los pinos, por la tierra mojada, por los alimentos sobre la encimera de la cocina, las botellas de vino coleccionadas en el exceso de humedad de la bodega o por la acumulación de papel de periódico en el taller; las refriegas graciosas de las ardillas; los mantos inabarcables de púas infinitas caídas de los pinos; las cenas sádicas del búho en el tejadillo; los chasquidos de la madera en cada bisel, en cada marco; los redobles del cuco en el salón; las notas desafinadas de mi viejo piano Cherny que se ahogaba; las pisadas nocturnas de los fantasmas inexistentes…


Todo un mundo, toda una vida, toda una fantasía animosa o descarnada que hoy se cierra tras el número 76.

lunes, 24 de diciembre de 2018

Vidas tangentes




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El calor muere fuera. 

Se desploma con violencia insinuante la atmósfera recordándonos dónde refugiarnos: el anhelo se viste de recuerdo.

Al tiempo, ignoro quién debiera ser: un subtema heroico o un idiota advenedizo. 

Todo se marea en lo incontable.

Cantas con mi voz y dices en tus letras adoradas lo que pienso en mi cerebro que no para de caer sin asido. Cuentas mi historia no vivida y creo que es un guiño de Platón en mis entresijos. 

No hace ninguna gracia. 

Las calles me lo proponen y prefiero ahogar mis suspiros en el sexo que en el zapato que ha de gastarse en los pedregales u oscultando las estrellas que salen a verme.

Ahora solo queda imaginería y el silbido de lo cíclico en mi estudio, en mi reminiscencia onírica. 

Solo quiero volver. 
Volver como lo expresaba Apollinaire. Como lo hacía Altolaguirre o Mallarmé.

No sé si existo para mí o para otros pero la pérdida de ambos es constante. La refriega es tan sangrienta como la herida que causa en la tierra la lluvia: una abolladura que se extiende hasta hacerse historia, adentrada en las raíces del tapiz, insondable, indivisable, imprudente en su estruendo. 

No sabe el corazón ya si latir más rápido o más lento. Quizás sea una sincopa de paro cardiaco que acelere el destino. 

No, el destino no existe; solo la perjuria humana.

Cantas y me llora el alma. 

Las esquinas de lo urbano me urden entre tejidos reales.

No sé si existo para espectar o ser espectado. 
Ni siquiera sé si existe el verbo. 
Y, mientras, se escapan los días como se escurren las gotas en el vidrio.

No sé si existo para dar razón a la existencia de otros o para cerciorarme de que debía ocurrir así, suave pero destructivo.

Deja de cantar, deja de jugar a representar que no sabes de qué va esto. Estás tan perdido como yo, pesando, soñando, luchando, viviendo una vida que sabes que no es la tuya.

Mientras, seguiremos triunfando, o cayendo sin remisión. Y seguiremos dejándonos los sesos en saber si somos quienes debiéramos o tan solo una mueca del destino.

Vidas tangentes

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Mi otro yo




Deseo.

Se prende en el pecho una estrella inundándolo todo con su fisonomía.

Arde obnubilando el presente constante y tensa los arcos límbicos. Empiedra cada extensor, cada abductor, cada tendón, hiriendo el sueño, extenuando la lentitud del tiempo.

Aprieta los dientes.

Cuando se acerca la tarde, inflama la vista, que se pierde en el vaivén de las nubes. Y se piensa en el fluir del estío, en el devenir del viento unido a los pies, que desearían vestir otro calzado que estas zapatillas roídas y desgastadas.

Exhala un grito ahorcado.

El vello crece, nace la herrumbre y se rompen los tejidos. Así, se apalabra un destino consabido y se pelea eternamente con el recuerdo de Orión atado a la carne, al hueso mismo, a lo intangible.

Se da consuelo acariciado.

La noche llega; el alma escapa. 

Matamos la fantasía ígnea para descubrir un día nuevo donde nueva calma preceda a una vieja tempestad.

Abulia

martes, 9 de enero de 2018

Animadversión




Entro en un oscuro espacio de incomprensión.

Aquí se hablan algoritmos, se escriben palabras invisibles, los papeles caen salvajemente.
Los dedos convulsionan y tremulan sobre los vidrios templados y trepan por escalones suicidas aupados por ruinas humanas.
Centellean los ojos, siempre vidriosos, y acuden en masa aplausos imaginados, provocando más y más sueños rotos en un futuro próximo.

Siento una atmósfera aprisionadora que me hurta el aire y que me hace mendigar con voz rota. Cada nuevo intento de grito exhalado de entre mis cuerdas vocales se ahoga en un mar de ignorancia, verborrea e indiferencia.

Y, así, caen los párpados como fila de fichas de dominó, derribándose junto al ánimo y descubriendo el dibujo oculto: animadversión.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Bienvenidos de nuevo al Siglo XX

Clip Blog: mundo de pagos, tips de negocios y nosotros.

Ayer me enteré de que un centro comercial situado en el barrio de Vallecas va a empezar a abrir sus puertas 24 horas al día y he vuelto a pensar en que no estoy equivocado cuando hablo de que la historia es cíclica.

Llamadme lo que queráis pero me temo que ya estamos muy próximos (o quizás ya hemos llegado) a vernos en la misma situación en la que se encontraba la sociedad occidental de finales del siglo XIX y principios del XX y que provocó las revoluciones obreras de tintes marxistas y socialistas, salvando algunas diferencias.

En serio, llamadme lo que queráis pero creo que hemos perdido absolutamente todos los derechos laborales si resulta que ya se puede trabajar por sueldos ínfimos en horarios sin distinciones, sin descansos y con una consideración profesional abrumadoramente nefasta. 

Un hombre, trabajador o estudiante, no parece valer nada: ni su tiempo, ni su esfuerzo, ni su voz, ni… nada. 

Un chico puede tirarse más de veinte años de su vida estudiando, llegar a poseer una, dos o, incluso, tres carreras, varios máster, idiomas y vete tú a saber qué más y estar abocado a la frustración del fracaso laboral: trabajar repartiendo comida rápida, tener que salir forzosamente del país o, aún peor, acomodarse en casa de sus padres hasta Dios sabe cuándo.

Un hombre puede trabajar de 10 horas en adelante y cobrar, con un poco de suerte, poco más de 800 Euros, puede tener su hogar junto con una pareja que trabaje también (porque si no es imposible) y ver cómo se vencen sus sueldos en tarifas en cotas históricas como las de la luz, el agua, el gas, (que no paran de subir sin pudor y sin una razón aparentemente de peso) el pago del IBI, el seguro de la casa, una letra leonina del inmueble (sea propio o ajeno) y que le llegue para la comida, el colegio de posibles hijos (toda una empresa hoy en día), el teléfono fijo, la televisión, el móvil y lo que se preste, pues no hablamos de extras quizás innecesarios. El ahorro es imposible y la calidad de vida disminuye año tras año. Ya he leido casos de personas que no están en situación manifiesta de precariedad energética o laboral (que esa es otra historia) que deciden no poner la calefacción o eliminar de sus vidas elementos discutiblemente necesarios en favor de llegar a final de mes en asuntos tan poco importantes como comer o tener agua caliente.

Decía arriba, en el segundo párrafo, que “salvando las diferencias”. Está claro que no todos trabajamos en trabajos forzados como la minería, la industria, el textil… y que no vivimos en Sry Lanka, por matizar diferencias en cuanto al tiempo y al espacio… pero que una persona que vende su tiempo y su esfuerzo al estudio y al trabajo no pueda permitirse más que sobrevivir es hablar de algo más que de una falacia. Creo que el ser humano no vale nada en este país y la realidad política y social día a día me lo demuestra. 

Eso sí, nos ponen centros comerciales cada quinientos metros para que tengamos la sensación de que tenemos la libertad de comprar lo que se nos antoje, disponen las redes sociales para que tengamos la sensación de que tenemos la libertad de opinar y ser escuchados de alguna manera, nos muestran un abanico enorme de canales televisivos que, pagando, hace que tengamos la sensación de que tenemos la libertad de decidir en qué realidad distinta a la nuestra sumergirnos para no pensar en la nuestra… Y todo ello y más con el libertinaje al que se ha llevado a esta sociedad, una sociedad sin control, sin tapujos, sin educación, sin entusiasmo, sin salidas… pero con infinita soberbia y ningún autocontrol que solo sale a la calle para celebrar una victoria de su equipo o que solo habla de España cuando otros hablan de Cataluña, por poner unos ejemplos; una sociedad sin aspiraciones, sin capacidad de ahorro, sin libertad de expresión… pero que farfulla cuando vota a sus políticos cada cuatro años (y listo) para ver cómo unos y otros nos siguen coartando esa libertad con sus robos, sus vejaciones y sus leyes cada vez más alienantes.

Para más INRI (y llamadme lo que queráis) si nuevos partidos políticos hablan de acabar con ello y proponer nuevas realidades en este país mayormente sujetas a la literalidad de los términos, se les demoniza y, prácticamente, se les persigue (entre todos, por cierto)

Después recalas en que, como en el caso de la televisión, una mejor sanidad cuesta más dinero, una mejor educación cuesta más dinero, los productos de gama media/alta cuestan más dinero… hasta comer medianamente sano cuesta más dinero; solo hay que pensar en la propuesta de venta de los productos “bio”, mucho más caros, y a los que la OMS llama urgentemente a consumir para (y cito literalmente) “no morir producto de los aceites refinados, la carne anabolizada, las verduras y frutas sobreabonadas y fumigadas, etc etc etc…” Ergo… si no puedes comprarte esto y debes seguir consumiendo los alimentos que los supermercados disponen para ti a precios accesibles, ten por seguro que vivirás a grandes rasgos bastante menos que alguien que pueda permitirse los bio. Al respecto de esto ya hice una crítica abierta en contra cuando empezaron a proliferar anuncios publicitarios de alimentos que contenían elementos naturales, como ciertos yogures de sabores que se vanagloriaban de estar elaborados con zumo de frutas y, por tanto, eran más caros. Si esto es así, ¿con qué están hechos los yogures de sabores normales?

Llamadme lo que queráis, lo que queráis, de verdad, pero esta sociedad está dormida soñando con que está despierta y lo peor es que dice dormir porque quiere.


Bienvenidos de nuevo al siglo XX.

jueves, 19 de octubre de 2017

La sociedad del cansancio


Últimamente, cada vez que salgo de casa, me enfado. De hecho, creo que no hace falta salir de casa para enfadarme; con abrir la ventana y asomarme, a veces, basta para enfadarme.
Cuando cojo el coche, cuando salgo a correr, cuando veo la televisión, cuando voy a comprar, cuando voy a gimnasio o juego a algún deporte, cuando me tomo un café en una terraza cualquiera, cuando salgo a cenar… en fin, casi siempre parece ser que estoy enfadado.

Al respecto de esto, un buen amigo mío me dijo hace poco que estoy claramente en un momento tremendo de negación y pesimismo. Y yo, que recientemente he terminado de leer “La sociedad del cansancio”, de Byung-Chul Han, he llevado la contraria a su postura argumentando que lo que en realidad me ocurre es que el 90% de la sociedad está claramente en un momento tremendo de positividad y optimismo. Y eso, eso es lo que me enfada.

¿Cómo puede uno enfadarse porque la mayoría de la población esté en este apacible ascenso de optimismo y de su competencia significativa?

Pues muy sencillo: como bien explicaba Han, la sociedad (occidental, se entiende) vive inmersa en un proceso de exceso de positividad. Hemos pasado de los “no puedo”, “no debo”, “no tengo (que)” y  “no quiero” estoicos de las generaciones pasadas (negativismo en toda regla) a los “sí puedo”, “sí debo”, “sí tengo (que)” y “sí quiero” de esta generación y las que han de venir (positivismo en toda regla) Además, en ese orden. Y eso, aunque parezca antitético, es un problema.

Me explico: anteriormente, en las pasadas décadas, el “no puedo” era proclamado con abnegación aunque aquello se tradujera en la cultura del esfuerzo por revertirlo hacia un “quizás lo consiga”. Ello, a su vez, derivaba en personas luchadoras e irremediablemente atareadas que se construían a sí mismas en pos de un futuro mejorable, dejando poco resquicio a un ocio que, logrado en ocasiones contadas, sabía a gloria bendita. Y ese sabor preciso era degustado en la exquisitez, en el minuto, casi en el segundo, de la vivencia y el respiro.
Cada uno de esos momentos había sido ganado a pulso en el “viaje iniciático” en que el horario laboral o estudiantil se convertía y, sabedores de la existencia de esa meta utópica, ésta era idealizada al milímetro y los momentos de que se compusieran preparados en religioso ritual para ser degustados al instante de llegar al fin.

Además, subyacía, en ese “viaje iniciático” y el esfuerzo aparejado al mismo, la honestidad y el sobrio concepto de lo humilde: el “no debo”. Un ciudadano medio se entregaba a su trabajo evitando la desidia, la queja fácil, la señalización (a veces con muy mala idea) del trabajo ajeno y el descaro del que no sabe, no quiere o, sencillamente, del que vaguea a las claras.
Había un propósito, a veces general, de mejora; otras veces era un propósito personal: ser mejor cada día en lo que te es propio, ya fuera para uno mismo, ya fuera para otros (el jefe, los compañeros, los padres… incluso la empresa, cuyo lema se tatuaba en la piel como si fuera propio) El esfuerzo y la aceptación era algo que todos merecían, incluido el individuo, que se sentía válido, útil a un fin común, esforzado en alcanzar un bien superior.

Respecto al “no tengo (que)” es fácil de explicar. Traído por las mareas del tiempo aprovechado, quedaba en la playa una suerte de espuma denominada “tiempo muerto” (algo conocido coloquialmente como “aburrimiento”) que otorgaba a quien lo poseía la gozada de la observación, la reflexión y, finalmente, la abstracción y el idealismo. Quien no se aburre no observa, no reflexiona y no abstrae ni idealiza. Así, pues, no tiene metas que alcanzar sino que se limita simplemente a “sobrevivir” al día.
Esos estupendísimos “tiempos muertos” transportaban al individuo al “no tengo que” (ahora sin paréntesis) y a la no necesidad de ser siquiera competente, salvo en lo propio, en lo que dicho individuo se hacía especialista, ya fuera por estudios, ya fuera por experiencia pura y dura. Se producía entonces un gusto por el tiempo trabajado y descansado, y una explosión de júbilo ocioso en fin de semana, “puentes” o vacaciones, que se medían, se programaban en la distancia y se vivían segundo a segundo, como ya he dicho.

Finalmente, por parasíntesis más que por derivación, habida cuenta de que no podemos prescindir de los pasos anteriores para llegar a éste, llegamos al “no quiero”. El individuo decide lo que quiere basándose en lo que, por supuesto, no quiere. Sabe lo que no le gusta más que lo que le gusta. Y a ello ha llegado a través de un proceso de negación en el que ha sabido reforzar su identidad de manera reflexiva y lo ha hecho sin descuidar la propia exigencia. Ha alcanzado la sensación de una vida plena y con el envidiable plus de haberlo hecho sin emitir gemido alguno, sin cansancio (físico o animático) El “viaje iniciático" llega a su fin y el hombre es coronado rey, noble por derecho y, sobre todo, por corazón. La acción se vuelve trascendente aún en el anonimato de la intrahistoria. 

Aquellas, las generaciones de nuestros abuelos, de nuestros padres, incluso, en contadas ocasiones, la nuestra, sabían lo que “no querían” y cuando ejercían la fuerza del honor y la palabra en la mano, resultaron demoledoras: ganaron derechos, seguridad, justicia, expresión… todo ello bajo la bandera de la reflexión, el idealismo y la rebeldía ante lo “no querido”.

Hoy, las generaciones que llegan, no buscarán con rebeldía un idealismo derivado de una profunda reflexión. Estas nuevas generaciones no idealizan, no reflexionan, no se aburren, no trabajan, no callan, no dejan de poder.

Estas generaciones “sí pueden”, siembre pueden. Son generaciones “multitarea”, siempre competentes, siempre localizables y siempre conectados, sin horarios, sin pausas, sin especialidades (o, mejor dicho, con todas las especialidades) Son generaciones que no viven sino que sobreviven a ese maremagnum de conectividad. Sus minutos, sus horas, sus días, sus meses… se pasan en la competencia comunicativa, en la inmediatez. Son generaciones que no se aburren nunca y al mismo tiempo sienten la desidia, aún más, la abulia de no despertar su curiosidad con nada. Nada les produce el placer de descubrirlo por ellos mismos, no escuchan, no reflexionan, no abstraen y, por tanto, no idealizan. “Saben lo que quieren” pero no saben lo que no quieren, y ello les lleva a la desilusión del no esfuerzo, del no descanso, del no logro, de la no consecución de objetivos, de la no cerrazón de ciclos a medio y largo plazo. No saben elegir, solo saben descartar. 

Son generaciones “ultrapositivas”. Por eso, les cuesta entender la humildad, la abnegación, el estoicismo, el respeto, el silencio y la calma de la reflexión. Son descarados, contestones, quejicosos, expresivos y emocionales hasta la saciedad, alejados de la templanza y la mesura, sin concentración, sin una imagen nítida de sí mismos, sin saber qué hacer con su vida un segundo más allá de haberse acostado tras un día vertido en clases sin sentido, presión de familiares, Instagram, Twitter, Facebook, Whatsapp y blablablabla… 

Son generaciones eternamente cansadas, desde el lunes a primera hora hasta el domingo a última. 

Son generaciones que rara vez disfrutan de sus tiempos de ocio, principalmente porque nunca los idealizaron y porque, habida cuenta de su extrema y constante competencia en la inmediatez del proceso comunicativo, se perdieron en él, no distinguiendo entre un 7 de agosto o un 14 de noviembre. 

Así, descubrimos con incredulidad que, al preguntarles qué van a hacer en vacaciones, la mayoría de las veces contesten: “naaaaaada… de la cama al sofá y del sofá a la cama”

Ellos siempre pueden y gritarán con rabia que pueden antes incluso de saber qué es lo que pueden. Ellos “sí tienen que”, están obligados a “tener que”. Si no son relevantes de manera constante, perderán pertinencia en su mundo social. Hoy es más importante tu “yo virtual” que tu “yo físico”. En realidad, ¿cómo van a permitirse el lujo de no contestar, no publicar, no decir “like” a algo o a alguien, no estar “in”? Estas generaciones viven pendientes de “tener que”. Por ello, si a un individuo joven le despojas de su móvil, es quitarle prácticamente su “vida”.

Así, finalmente llegamos al “sí quiero”. Esta afirmación tan taxativa es una realidad también taxativa que transforma lo positivo en verdaderamente negativo para con el individuo y la sociedad. Una persona que “siempre quiere” no profundiza, pierde la concentración y la motivación en un haz de actividades inmóviles y termina por difuminarse en la masa. A ello añadamos el “terrón de azúcar constante” que son las redes sociales, la sobreprotección de unos padres a los que solo les importa que “sus hijos sean felices” (esto daría para otro artículo igual de largo), la “titulitis” española, que hace que nunca estés lo suficientemente preparado para salir al mercado, ser totalmente competente en él o recibir un sueldo acorde a tu trabajo, o el desgaste que produce actualmente ser “especialista”: si te dedicas a las ciencias, no hay sitio para la investigación de vanguardia; y si te dedicas a las humanidades, nada de lo que haces merece retribución alguna porque las artes y las ciencias humanas no tienen ningún valor desde la mismísima cuna (siempre escuché y sigo escuchando, incluso entre mis compañeros de profesión, que los listos tienen que ir a ciencias y los vagos a letras, y todo aquél que tiene un talento inductivo, no procedimental, no debe perder su tiempo en ello porque no le llevará a ningún sitio… Independientemente de que esto sea debatible hasta el fin de los tiempos… Sinceramente ¿a qué sitio?)

Por ir cerrando este tema, hace poco leí (aunque esto no era de Byung-Chul Han sino de J.F. Leroy) que “Twitter te hace creer que eres sabio, Instagram que eres fotógrafo y Facebook que tienes amigos”, culminando con un sentencioso “El despertar va a ser duro”, y terminé de cerrar una conclusión al respecto de las nuevas generaciones, aquellas que creen que son sabios porque pueden hacer llegar su voz a cualquier rincón del planeta, que creen que son artistas porque pueden publicar sus ocurrencias gráficas o verbales en varios medios, que pueden interactuar con gente lejana aunque esto sea porque no eres lo suficientemente valiente o competente verbalmente para hacerlo en persona… Sin la profundidad que otorga la observación, la reflexión y la abstracción, sin el aprendizaje derivado del respeto, de la experiencia y del estudio, sin la idealización y la puesta en práctica de las hipótesis (aunque éstas sean meramente sociales)… es decir… sin el tiempo entregado al esfuerzo, al descanso y a la introspección derivada del aburrimiento, no pasarán de la mera banalidad y seguirán siendo un producto más de esta sociedad eternamente cansada, constantemente frustrada, desmotivada e inapetente y perdida en el gris de la apatía chillona, ególatra y falta de empatía, conciencia y valores que nos envuelve. Preferirán “descansar” que reaccionar con rebeldía contra lo que no funcione o no sea justo, preferirán “dormir” antes que enfrentarse con garantías a la realidad que les ha tocado vivir y se dejarán llevar por los años como el barquito de papel por la corriente. Lo malo de ser barquito de papel es que, lo mismo, si te descuidas, acabes empapado por el agua que te transportaba, hundido por ella o disuelto en sus vaivenes y repliegues. Y entonces, evidentemente, todo estará definitivamente perdido.

Sí, clara y diáfanamente estoy MUY ENFADADO.


76

Hoy vuelve a cerrarse un ciclo en mi experiencia vital.   Quizás era algo que, como sucede con viejas amistades perdidas de vista, trabajos...