Encuéntrame en la carretera.
Nací de un heroísmo de escarcha en el
aluvión vespertino del desierto.
A la tesón del perfume del asfalto
recién horneado vuelan mis canas, todas ganadas en afrenta a un
destello vertical de vida pasajera.
En un gemido violento y mordido se
dieron héroes urbanos, celos de palo y lluvias de polvo: constantes
muertes de triunfo.
Parece que la electricidad era de
juguete y los ecos, viejos cantos renacentistas; pero todo cae en
cascada humana.
Lamento el desorden: me relamía del
soplo de vida.
Lamento las reverencias de reojo:
buscaba un redoble de timbal.
Lamento el brillo ausente: era pasto de
otras vidas.
Lamento las espectativas creadas: no
era sino mimbre de otro cesto.
En la sordidez de algunas noches en
vela, creímos en la amistad generada por roce y en la inquietud de
quien siempre anduvo con ojos entreabiertos. Describíamos con sigilo
las estancias recortadas, la fragilidad de los ideales. Resulta
difícil mantener quién eres, aunque lo lleves tatuado en el cuerpo.
Por eso cada octubre, cada tarde
apagada, cada recodo de somnolencia, cada matizar de lo dicho, cada
entrada en la edad, renuevo sincero el presente de brizna. Aleteo
gracioso creyendo que a veces el universo puede moverse en torno a mi
y que no soy yo en movimiento.
De ser nada a ser todo, de ser vacuo a
ser entero, de ser hombre a ser niño de nuevo. A creer que de una
lluvia inesperada puede emerger un héroe de sal.
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