Hoy vuelve a cerrarse un ciclo en mi experiencia vital.
Quizás era algo que, como sucede con viejas amistades perdidas de vista, trabajos abrasivos que van marchitándote poco a poco o aficiones a las que uno ya no puede entregarse con la misma intensidad (física o mental) que antes, se veía venir de lejos con paso lento, como un anciano cuya silueta se divisa en el horizonte y al cabo de unos buenos minutos lo tienes pasando por la puerta de tu casa.
Hoy me despido de la vieja casa que mis padres compraron hace más de 30 años en una urbanización de chalets a las afueras (muy afueras) de un pueblo cuasi famoso por salir en una de esas obras consideradas "clásicos" de la literatura.
Y es, por fin, una despedida sin remedio ni paños fríos y a pesar de una intensa lucha interna (y ajena también) en los últimos 15 años, incluyendo una última tentativa por revitalizarla hace menos de una semana. Porque estas cosas son como las malas relaciones, las sosas, no las intempestivas, en las que nada va para adelante ni para atrás y uno dice varias veces que lo quiere dejar, conversa con el espejo y con la almohada y con el monte, la brisa y lo que sea menester y, al final, le dejan a uno y quizás por el mismo motivo recíproco, ante la sorpresa y la desazón que acompañan y con el sentimiento extraño y aún más sorpresivo de no saber si querías dejarlo verdaderamente o no.
Hoy cierro por última vez la puerta destartalada de la verja usando la enésima llave nueva en la prístina (y siempre estropeada) cerradura.
Hoy alzó por última vez la mirada hacia las oscuras ventanas comprobando a la par si las persianas están a la altura adecuada (ni muy arriba ni muy abajo para que parezca que alguien frecuenta la casa) y si aún estoy a tiempo de encontrar a los fantasmas que con tristeza y esperanza esperaba hallar tras unas cortinas roídas por el tiempo y el abandono tras haber pertenecido a varias casas antes de acabar en ésta como (quién sabe) última morada.
Esos fantasmas... viejos guerreros perdidos en las tinieblas de una casa desvencijada, familiares que nos entregaron todo mientras que la salud se lo permitió, ideales fehacientes que hicieron surco en nuestras vidas para sembrar cosas que crecieran sanas en nuestro interior. Nosotros fuimos el árbol que reza el dicho que hay que plantar para terminar "siendo un hombre" antes de que la muerte venga a visitarte.
Ellos y ellas, que nos atemorizaron en cada sonido indescifrable de los tres pisos construidos, en cada llegada y partida de esta casa, en cada noche que nos acuciaron las pesadillas... hoy tampoco se presentan a las llamadas de atención, a la marcha inminente, y queda la duda una vez más en el alma de si no fueron miedos irracionales, gritos de un ánimo perdido o una motivación dislocada. Como Jasón temiendo a la hidra sin verla o como yo mismo gritando a los dioses celtas en la cima del monte Pindo, me hallo ante un mundo irresponsorial que no viene a visitarme cuando lo necesito entre lágrimas. Y queda una certeza aún más evidente cada día: todo dios que se precie se encuentra en uno mismo y no fuera.
Hoy echo el último vistazo a las plantas del jardín que rellenan cada esquina de la parcela, aquellas que con sumo detalle fueron llenando mi madre y mi abuela buscando su propio Versalles y que desde hace unos cuantos años se desaforan en un espacio mal regado, asfixiándose en una maceta destartalada y resquebrajada por la falta de tierra y el exceso de crecimiento.
Hoy miro con ojos tristes las arizónicas mal cortadas y vencidas por las arañas, los troncos secos de los frutales que mi padre y mi tío trabajaron con delicadeza en sus años de entusiasmo en este lugar, los restos de mil y una flores arrasadas por el sol de agosto y la falta de ganas familiares o la falta de profesionalidad en una España de corte medieval y embustero.
Hoy reviso por última vez cada pequeña grieta en los muros, cada nueva infección húmeda en los sótanos, cada nuevo embate de las raices de los pinos en el terrazo de los suelos, como gritando con alegría por una libertad cada días más cerca, cada objeto quirúrgicamente adquirido y olvidado en cualquier rincón, cada fotografía de colores apagados que algún día tuvimos la necesidad de tener junto a la cama, cada metal oxidado, cada recambio ingente para cualquier cosa, cada toldo o parapeto que se muestra cada vez más deshilachado, cada mueble que se ofrece en reverencia obligada, cada remembranza de tiempos mejores…
Hoy recibo los últimos brillos estropeados de una antigualla que otrora fue un tesoro.
Dicen que los que somos de Madrid no tenemos pueblo y no sabemos qué significa eso con claridad. Por eso, en los años 80 (y también porque no había muchas otras posibilidades económicas) muchos de nosotros (o de ellos, nuestros padres, tíos e incluso abuelos), los denominados "gatos", aquellos cuyo nacimiento en Madrid se remonta al menos a tres generaciones, se hicieron (a préstamo, cómo no) con una pequeña propiedad a las afueras de Madrid; incluso, para evitarse un exceso de impuestos, en las provincias castellanas colindantes. El negocio era comprar un trozo de terreno recién recalificado o hacerse con una vieja casa olvidada y llenarlos de vida nueva. Y así es como llegamos aquí y fuimos trabajando la tierra, la casa y las almas para convertirlas todas ellas en un hogar alternativo que visitar con asiduidad semanal en invierno y donde pasar las vacaciones completas en verano.
Para el recuerdo quedarán miles de mañanas (y tardes también) de trabajoso empeño en la limpieza de los hierbajos y la brama que crecía sin freno en cada pedazo de tierra; los picotazos de los alacranes al levantar cada guijarro o los siseos de las culebras por entre los humedales sembrados por la vaguada; las interminables luchas contra plagas de orugas procesionarias, legiones de arañas y hormigas gigantes; los raspones al construir los bancales y las manchas de cemento que no se quitan con nada; el olor en las manos a la madera roma de las herramientas humedecidas por el sudor de manos y frentes (aprendí verdaderamente qué era un rastro, un azadón, una piqueta o una espátula cementera); las heridas de cada caída con la bicicleta (sobre tierra, asfalto, césped o raíces de árboles) y que aún se alojan en forma de cicatriz en la piel; las noches de desvelo producido por el calor bochornoso en el estío de la serranía toledana y unas camas con varias décadas de servicio, todas ellas dulcificadas en ocasiones por el frescor del suelo del salón, el cielo abierto o las risas familiares juguetonas y amorosas, cuando ya no se podía soportar más; las tardes de juego al parchís, al chinchón, al Trivial, al Risk o a la escoba hasta quedarnos sin luz; algunos gritos dolorosos y muchísimas más risotadas desgarbadas; millones de anécdotas con amigos o familiares momentáneos o de los que se quedan en tu vida para siempre; cientos de confesiones en el lecho que arropan decisiones, frenan ansiedades o crean directamente filosofías de vida; muchos más debates interminables en el comedor o en la pequeña terraza trasera mientras degustábamos un pollo asado, un trozo de queso manchego o un ardiente trago de ron añejo; noches estrelladas sin nombre que se pierden en la memoria; ira contenida o liberada en épocas sombrías del ánimo vencido; caminatas sin reloj adentradas en los bosques o por lugares repetidos sin cansancio; billones de respiraciones ancladas en el consuelo de un aire perfumado por los pinos, por la tierra mojada, por los alimentos sobre la encimera de la cocina, las botellas de vino coleccionadas en el exceso de humedad de la bodega o por la acumulación de papel de periódico en el taller; las refriegas graciosas de las ardillas; los mantos inabarcables de púas infinitas caídas de los pinos; las cenas sádicas del búho en el tejadillo; los chasquidos de la madera en cada bisel, en cada marco; los redobles del cuco en el salón; las notas desafinadas de mi viejo piano Cherny que se ahogaba; las pisadas nocturnas de los fantasmas inexistentes…
Todo un mundo, toda una vida, toda una fantasía animosa o descarnada que hoy se cierra tras el número 76.